Hoy os quiero llevar a pasear por Israel. Es una tierra con contrastes muy marcados, del norte verde al árido sur; de la costa mediterránea, al Mar Muerto, con su belleza “distinta”. Desde Tel Dan hasta Be’er Sheva, de l
os que la Biblia habla como confines de esta tierra. Os ofrezco un paseo a través de mis ojos y de mis dotes de narrador (que vais a comprobar son pocas). Y un paseo limitado, que no puede recorrer todos los senderos.
Comenzamos la ruta por el norte: Galilea. En el inicio de la primavera huele a verde, a frescor, a fuente que riega la tierra. Nos acercamos a refrescarnos en las fuentes del Jordán, en los confines con la Siria. El agua se convierte en colinas salpicadas de verde, de vida que llama a los ojos del visitante. Miran alrededor y se sumergen en las aguas plácidas del mar de Galilea. El amanecer deja que los montes de Jordania reflejen su rostro sobre este pequeño remanso de paz, con tantas palabras de vida a su alrededor.

Viajamos hacia el sur, a través de la depresión del Jordán. El verde se va tornando ocre, el frescor deja paso al bochorno. Cerca de Jerusalén, el desierto de Judea. No. No es el desierto de arena fina, de dunas inmensas y oasis en sus caminos. Es la roca gruesa y las colinas escarpadas. Es el desierto de los Wadies, los torrentes que rompen el paisaje y, dando vida, arrancan de cuajo lo que la mirada pueda alcanzar. Terreno inhóspito, salpicado de sonidos que pueden enamorar los sentidos.
El viaje es corto. Hemos llegado al desierto y permanecemos aquí. La mirada se desliza a lo largo de la superficie en calma del Mar Muerto, porque la mirada del viajero no puede sondear sus entrañas. Todo que
da en la superficie porque este mar no quiere enseñar sus misterios. El viajero no encuentra la palabra apropiada para describir la sensación que se siente al dejarse mecer por estas aguas. Qué extraño resulta un mar “muerto”.
Los sentidos quieren cantar su propia sinfonía de verdes, ocres, azules de vida y grises de muerte. La mirada va y viene siguiendo los sonidos, atrapando los aromas que dejan estos paisajes. El viajero dirige sus pasos de nuevo hacia Jerusalén, dejando que en su retina, una y otra vez, brillen los colores de esta tierra.
Buena y feliz Pascua, a quienes celebráis estos días desde la fe.
Comenzamos la ruta por el norte: Galilea. En el inicio de la primavera huele a verde, a frescor, a fuente que riega la tierra. Nos acercamos a refrescarnos en las fuentes del Jordán, en los confines con la Siria. El agua se convierte en colinas salpicadas de verde, de vida que llama a los ojos del visitante. Miran alrededor y se sumergen en las aguas plácidas del mar de Galilea. El amanecer deja que los montes de Jordania reflejen su rostro sobre este pequeño remanso de paz, con tantas palabras de vida a su alrededor.
Viajamos hacia el sur, a través de la depresión del Jordán. El verde se va tornando ocre, el frescor deja paso al bochorno. Cerca de Jerusalén, el desierto de Judea. No. No es el desierto de arena fina, de dunas inmensas y oasis en sus caminos. Es la roca gruesa y las colinas escarpadas. Es el desierto de los Wadies, los torrentes que rompen el paisaje y, dando vida, arrancan de cuajo lo que la mirada pueda alcanzar. Terreno inhóspito, salpicado de sonidos que pueden enamorar los sentidos.
El viaje es corto. Hemos llegado al desierto y permanecemos aquí. La mirada se desliza a lo largo de la superficie en calma del Mar Muerto, porque la mirada del viajero no puede sondear sus entrañas. Todo que
Los sentidos quieren cantar su propia sinfonía de verdes, ocres, azules de vida y grises de muerte. La mirada va y viene siguiendo los sonidos, atrapando los aromas que dejan estos paisajes. El viajero dirige sus pasos de nuevo hacia Jerusalén, dejando que en su retina, una y otra vez, brillen los colores de esta tierra.
Buena y feliz Pascua, a quienes celebráis estos días desde la fe.