He nacido en Jerusalén, procedo de una familia farisea muy estricta y la sola proximidad de un cadáver, aunque sea de lejos, me inspira un enorme temor de caer en impureza.
Mi esposo nació en Arimatea, un pueblo de Judea, y aunque también es fariseo, simpatiza con corrientes rabínicas más abiertas y tolerantes y no parecía importarle mucho el emplazamiento. Por eso intentó convencerme de las ventajas que tenía la adquisición de un terreno tan cercano a la ciudad en el que podríamos excavar espacio para una sepultura.
Aún somos jóvenes y tomar ya precauciones para el enterramiento tampoco me parecía necesario, así que discutimos mucho tiempo hasta que terminamos bromeando sobre cuál de los dos sería el primero en estrenar la sepultura. Qué lejos estábamos entonces de saber para quién estaba destinada…
Recuerdo de manera especial aquel sábado después de la compra: José leyó en presencia de nuestros tres hijos el texto sobre la compra por parte de Abraham de un campo en Hebrón para enterrar a Sara (Gen 23). Al terminar, nos hizo caer en la cuenta de cómo aquella minúscula parcela de tierra fue la primera propiedad de Abraham en Canaan y cómo en ella se encerraba, como en una semilla, el cumplimiento de la promesa que el Eterno, bendito sea, había hecho a nuestros padres.
Reconozco que el recuerdo de Abraham y su preocupación por poseer al fin un terreno propio para enterrar a Sara, disipó casi todos mis recelos con respecto a la compra del campo y hasta fui a visitarlo cuando estuvo excavada la tumba para que José pudiera mostrarme con orgullo la enorme piedra que había hecho tallar para cerrar la sepultura.
Un encuentro desconcertante
Unos días después él llegó a casa casi sin aliento. Me dijo algo confuso acerca de un encuentro inesperado con un pariente lejano de Arimatea y durante la cena lo encontré distraído y nervioso, como si su pensamiento estuviera en otra parte.
Sólo cuando se acostaron nuestros hijos se decidió a contarme lo que en realidad le había ocurrido: había estado escuchando, por casualidad, las palabras que un tal Jesús, un galileo de Nazaret según había sabido después, dirigía a un grupo de campesinos y pescadores sentados a la orilla del lago. Les hablaba sentado tranquilamente en una barca amarrada a la orilla y aunque él al principio se había acercado a escuchar movido por la curiosidad, se había quedado impresionado por la atención con que le escuchaba el gentío y el poder de convocatoria que tenía aquel hombre con aspecto de no ser más ilustrado ni más culto que ellos.
Aquella noche no le di mayor importancia, y sólo comencé a preocuparme cuando en los días que siguieron José volvió a llegar tarde y a mostrarse pensativo y silencioso. Oí rumores sobre Jesús en el merado y comencé a intuir que José había entablado relación con él y no me decía nada por temor a preocuparme. De hecho, ya era pública la oposición que Jesús despertaba en medios fariseos y se comentaban las polémicas que desencadenaban sus actuaciones y sus palabras, que yo encontraba de una provocación y un atrevimiento escandalosos. A José no parecía ocurrirle lo mismo y me contó que, como le había defendido delante del Consejo, comenzaba a sentir por parte de éstos recelo y ocultas censuras.
Un sábado diferente
Al empezar la primavera me trasladé, como de costumbre a la casa que poseemos en Cafarnaúm y él se quedó en Jerusalén con el pretexto de algunos negocios. Antes de Pascua llegó inesperadamente a Cafarnaúm y, cuando nos quedamos solos, me anunció con una gravedad desacostumbrada que tenía que decirme algo que quizá yo no iba a comprender en un primer momento:
- He invitado a la cena del pasado sábado en nuestra casa a Jesús y su grupo, y necesito compartir contigo lo que he vivido en esa noche.
Le miré horrorizada porque una de las cosas que había oído de él es que se sienta a la mesa con recaudadores, soldados romanos, comerciantes de todas clases, cambistas, traficantes y hasta mujeres de mala vida. Al darse cuenta de mi sobresalto, cogió mi mano como si intentara darme fuerza para lo que iba a seguir escuchando:
– Rut, algo absolutamente nuevo está comenzando y, como quiero que tú participes de ello, voy a intentar explicártelo de una manera que los dos podemos entender: sentado en aquella mesa, he vivido el sábado más verdadero, el más festivo y alegre de los que he celebrado en mi vida.
¿Recuerdas cuántas veces he leído a nuestros hijos el texto del Éxodo para hacerles comprender que una de las finalidades del sábado no es cumplir con mil estrechas prescripciones, como enseñan algunos escribas, sino como dice el libro del Exodo “que descanse tu esclavo…”(Ex 20,8-11).
Hasta ahora yo me había creído un hombre libre y consideraba esclavos a otros, pero esa noche he caído en la cuenta de que llevaba una carga invisible sobre mis hombros: la de mi pretendida dignidad y posición que me hacía sentirme superior a los otros, la de sentirme portador de unas obligaciones para con Dios que, sin darme cuenta, han ido doblando mi espalda y me han situado ante él como un siervo y no como un hijo. Pero hoy, inesperadamente, alguien ha retirado ese peso de mis hombros, lo mismo que el Señor liberó de la espuerta cargada de ladrillos a nuestros antepasados en Egipto.
Un fariseo deslumbrado
José continuaba su descripción de Jesús:
– Hay algo en él que hace caer el fardo del “personaje” que cada uno llevamos a cuestas y su manera de tratar a cada uno como un príncipe, o mejor, como un amigo, consigue que los que le rodean experimenten la libertad asombrosa de no estar atados a ninguna jerarquía social, religiosa ni económica, ni a normas de pureza o de legalidad. El no lleva encima ninguno de esos pesos abrumadores que nos han ido imponiendo los que se han apoderado de la Torah y de la conciencia de nuestro pueblo: habla de Dios con la misma espontaneidad y confianza con que nos hablan a nosotros nuestros hijos y dice que es así como su Padre desea que le tratemos.
En medio de la cena he sentido que lo que estábamos viviendo era precisamente el verdadero signo que Dios busca: ver a sus hijos e hijas reunidos en torno a una mesa en la que han desaparecido todas esas divisiones y clasificaciones que nos separan y alejan unos de otros. Nada de eso existe para Jesús, y su sola presencia derrite cualquier pretensión de superioridad o inferioridad, dejando lugar a una corriente de afecto y de respeto entre iguales.
Como tú no estabas para encender las velas, fue Miryam, una mujer de Magdala, quien lo hizo. Ahora pertenece al grupo de los seguidores de Jesús a pesar de un pasado oscuro que casi todos conocemos y a medida que iba prendiendo cada una de ellas y se iba iluminando la sala pensé que era su propia vida la que había salido de las tinieblas porque la aceptación y la acogida de Jesús la han inundado de luz. Rut, esa luz que aguardábamos, la de Abraham y Moisés, la de David y Salomón y el profeta Elías, ha llegado hasta nosotros.
La visión de una ex-prostituta encendiendo las velas del sábado en el candelabro de mi propia casa me había paralizado de tal manera que me sentía incapaz de seguir escuchando a mi esposo. Pero él continuaba hablando, ajeno a mi incapacidad para seguirle:
– Ha aparecido alguien cuya palabra y presencia nos devuelven el verdadero orden soñado por Dios, y nos sienta en una mesa en la que hay lugar para todos y nadie queda excluido. Mientras cenábamos la otra noche, recordé lo que leemos en la historia de José: “Un hombre lo encontró cuando estaba perdido por el campo y le preguntó: –¿Qué buscas? El dijo: – Busco a mis hermanos. Dime, por favor, dónde están pastoreando sus rebaños” (Gen 37,15-17).
Si alguien le hiciera esa pregunta a Jesús, contestaría lo mismo que nuestro padre José: sólo va buscando a sus hermanos, como quien tiene una noticia extraordinariamente buena que comunicar y le fuera la vida en que todos lo supieran. Hasta ahora yo había leído y oído explicar a los rabinos que el exilio significa la situación de los que viven privados de memoria y de voluntad y que, para salir de su destierro, necesitan que alguien les revele su origen y su identidad y les recuerde cuál es su verdadera tierra. Eso es lo que él hace, Rut, y como un pastor que silba a su rebaño disperso, nos va conduciendo hasta esa fuente tranquila en que cada uno reencuentra su nombre.
Y misteriosamente, al hacerlo, no ejerce ningún tipo de dominio o de presión sobre los que le rodean. Sus discípulos le llaman “Rabbi” y “Señor”, pero ninguno de esos títulos parece añadirle nada, ni otorgarle ningún privilegio, al revés: le observé durante la cena y vi que, cuando a alguien de la mesa le faltaba algo, no esperaba a que vinieran los sirvientes, sino que se levantaba él mismo a buscarlo.
Y también hace notar de muchas maneras cuánto nos necesita, como un rey que no lo sería si no tuviera vasallos, o mejor, como un pastor que, al nutrir a su rebaño, gana él mismo para comer, sabiendo que cada uno hace vivir al otro, en una reciprocidad que destierra cualquier superioridad.
En la sobremesa, después que recitamos el Shema , nos comentó la frase «Amarás al Señor tu Dios con todas tus fuerzas» y dijo:
– Se nos pide amarle con esa forma de amor que hace estallar todas las categorías del corazón y de la razón. Haz lo que puedas, y después, haz un poco más, aprende a ir más allá de tus limites.
En ese momento, interrumpí agriamente el discurso de mi esposo:
– ¡Yo sí que he llegado más allá de mis límites, José! No puedo escuchar ni una palabra más de esta sarta de disparates que estás diciendo. Tú que no has bebido nunca hoy pareces estar completamente ebrio y es mejor que no sigas hablándome de ese Jesús que te está haciendo perder la sensatez y el buen juicio.
Me miró entristecido y decepcionado, se encerró en un profundo mutismo y nos fuimos a dormir, aunque ninguno de los dos pudo conciliar el sueño. Yo lo conseguí de madrugada y, cuando me desperté, un sirviente me comunicó de su parte que se volvía a Jerusalén y me pedía me quedara en Cafarnaúm con nuestros hijos durante la Pascua, porque temía que en esos días sucedieran acontecimientos desagradables.
Una tumba junto a un huerto
Supuse que se refería a Jesús y no me equivocaba. No obedecí su consejo porque lo quiero demasiado como para dejarle solo precisamente en los momentos difíciles que intuía iba a llegar. Dejé a los niños en casa de unos parientes y me uní a un grupo de peregrinos galileos que se dirigían a Jerusalén.
Nunca me arrepentí de haberlo hecho: durante tres largos días de camino, tuve tiempo de reflexionar sobre todo lo que José me había contado y en mi corazón en sombras comenzó a aparecer una débil luz. ¿Cómo no había sido capaz de comprender los sentimientos de José, su deslumbramiento, su fascinación por Jesús? Algo debía haber en él cuando había ejercido una atracción tan poderosa sobre un hombre tan prudente y tan ecuánime como mi esposo ¿Por qué no fiarme más de su actitud y aceptar conocerle por mí misma?
Llegué a Jerusalén la víspera de la fiesta, un poco después de la hora nona, con el tiempo justo para hacer los preparativos del sábado más solemne del año. José no estaba en nuestra casa y los sirvientes me dieron atropelladamente la noticia de que habían prendido, juzgado y crucificado a Jesús, que José había mantenido una discusión violenta con los otros miembros del Sanhedrín y que, por su cuenta y riesgo, se había dirigido al palacio de Poncio Pilato para pedir al gobernador el cadáver de Jesús para enterrarlo. Contaba con poder ejercer sobre él la presión suficiente como para que accediera a su demanda, si no desde su condición de judío respetado, al menos desde su posición económica.
Supe inmediatamente dónde tenía que dirigirme, segura de que era en nuestra sepultura nueva donde José había pensado enterrar a Jesús. Me dirigí hacia allí a toda prisa y llegué en el momento en que estaban introduciendo dentro el cadáver.
José se emocionó al verme más de lo que ya estaba y me abrazó en silencio mientras me conducía al interior: una mujer que supuse era la madre de Jesús, tenía sobre sus rodillas el cuerpo de su hijo y, con increíble entereza e infinita ternura, le limpiaba del rostro la sangre reseca para cubrirlo después con un sudario.
José envolvió entonces el cuerpo en un lienzo de lino que reconocí como tejido por mí, lo depositó con cuidado sobre la losa de mármol y todos salimos lentamente del sepulcro. Fue también José quien hizo rodar la enorme piedra que servía de puerta y todo el grupo se fue separando para dirigirnos al interior de la muralla. Acababa de sonar el primer toque del sofar, el cuerno que anunciaba la llegada de la fiesta solemne de la Pascua.
Dolores Aleixandre, rscj
Fuente: www.feadulta.com
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