viernes, 5 de noviembre de 2010

Como el árbol talado que retoño, porque aún tengo la vida

Hace 100 años que “en Orihuela, su pueblo y el mío”, como cantó a Ramón Sijé, nació Miguel Hernández, el poeta del pueblo. Pastor de cabras, soldado, autodidacta, actor de teatro, luchador por la libertad, padre, esposo, preso… POETA.

Con la sencillez de un “niño yuntero” cantó al dolor, a la libertad, al amor, a la vida. La suya estuvo llena de heridas: “la del amor, la de la muerte, la de la vida”.

“Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo” (Elegía).

No escribió estas palabras para sí mismo. Pero, cuando a los 31 años se nos fue, tal vez recordó aquel poema.

Hoy por el Atrio pasan de la mano la pena y la alegría. La pena del hombre, del padre, del poeta que se fue, tan temprano; la alegría de su obra, su lucha, su vida que sigue entre nosotros. También aquí, entre las columnas de este Atrio.

Mis palabras son torpes para expresar la belleza; mi voz rota para cantar a la vida; mis lágrimas secas para mojar tanta herida. Por eso, nadie mejor que él, el POETA, para dejarnos hoy su palabra. He pensado que este poema, tan conocido, puede decirnos mucho. A mí, me lo dice.

EL ‘NIÑO YUNTERO’

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.